Convertirme en jefa me cambió la vida

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Cuando me dijeron que me iban a ascender y que en unos meses iba a convertirme en la jefa del personal de la empresa, lo primero que sentí fue orgullo. Habían pasado muchos años desde que empecé en la oficina, siempre trabajando con seriedad, cumpliendo con lo que me pedían y esforzándome para que nada quedara a medias. El ascenso era un reconocimiento que me había ganado con paciencia y constancia.

Pero junto a ese orgullo también apareció algo inesperado: miedo. No miedo al trabajo en sí, porque conozco cómo funciona la empresa y sé gestionar equipos, sino a la idea de que no me tomaran en serio. Y ese miedo tenía dos caras: mi edad y mi aspecto.

 

La inseguridad que me acompañaba

Tengo 54 años y aunque siempre he sido responsable en mi vida laboral, nunca he prestado demasiada atención a la parte estética. No soy de maquillarme a diario, no hago grandes rutinas de cuidado facial y mi pelo casi siempre lo he llevado de la forma más práctica posible. Nunca me importó demasiado porque en mi entorno no lo veía como una prioridad.

La cosa cambió cuando supe que, justo en la época de mi ascenso, la empresa iba a contratar a un grupo grande de personas jóvenes para reforzar el equipo. Pensé que entrarían con la energía que yo ya no tenía, con ideas frescas y con una imagen mucho más moderna. Y yo, de repente, me veía en el espejo y me sentía más mayor que nunca.

No quería que al presentarme como jefa me vieran como “la señora” que llevaba muchos años allí y que ya no encajaba con ellos. Esa inseguridad empezó a crecer dentro de mí hasta el punto de que me obsesioné con la idea de cambiar mi aspecto antes de que llegara ese día.

 

La decisión de hacerme tratamientos

No me planteaba operaciones ni nada extremo, pero sí empecé a investigar sobre tratamientos de rejuvenecimiento no invasivos. Me sorprendió lo mucho que ha avanzado todo en este campo. Tratamientos que antes me sonaban lejanos o dolorosos ahora son mucho más accesibles y no requieren pasar por quirófano.

Leí sobre técnicas que ayudan a tensar la piel, mejorar la luminosidad, reducir arrugas finas y recuperar firmeza sin necesidad de cirugías. También descubrí que muchos de ellos apenas necesitan tiempo de recuperación, lo cual me daba más tranquilidad. Me animaba saber que podía seguir con mi vida normal sin tener que ausentarme del trabajo ni dar explicaciones. Y aunque me daba cierto pudor admitirlo, decidí que ese iba a ser mi camino. No buscaba parecer otra persona, sino mostrarme más cuidada, más fresca y con la seguridad de que, al mirarme al espejo, me sintiera fuerte y motivada.

 

La primera consulta

Mi primera visita a una clínica fue clave para entender lo que realmente podía esperar. Recuerdo que en la Clínica de Medicina Estética Rosa Bonal, en Salamanca, me explicaron con detalle cómo funcionaba uno de los tratamientos que más me interesaban: la radiofrecuencia facial. Me contaron que se trataba de aplicar calor controlado en las capas más profundas de la piel para estimular la producción de colágeno y que, con varias sesiones, la piel recuperaba firmeza y elasticidad.

Lo que más me tranquilizó fue que insistieron en que no era un proceso agresivo y que no tenía apenas tiempo de recuperación. Yo podía hacerme la sesión y volver al trabajo sin problemas. Esa explicación me ayudó a perder el miedo, porque me daba seguridad saber que estaba en manos de profesionales y que no me estaban vendiendo milagros, sino mejoras visibles y progresivas.

 

Los tratamientos que probé

Al final opté por una combinación de varios tratamientos. No los hice todos de golpe, sino que los fui distribuyendo en las semanas previas al ascenso para que mi piel tuviera tiempo de adaptarse.

  • Radiofrecuencia facial: fue la base. Noté que con cada sesión mi piel se veía más firme y menos cansada. No era un cambio radical, pero sí me hacía sentir que estaba rejuveneciendo poco a poco.
  • Ácido hialurónico: no lo usé para grandes rellenos, sino para hidratar y dar volumen en algunas zonas concretas, como los labios y el surco nasolabial. Fue un cambio sutil pero muy agradecido.
  • Vitaminas faciales: pequeñas infiltraciones que mejoraron la luminosidad de mi piel. Lo noté mucho porque siempre he tenido un tono apagado y de repente me veía con más frescura.
  • Peeling suave: esto lo hice casi al final, para mejorar la textura y darle un aspecto más uniforme al rostro.

Cada uno aportó un pequeño cambio, y en conjunto el resultado fue que, sin parecer otra persona, me veía más joven, con la piel más cuidada y con la sensación de que había recuperado unos años.

 

Cómo me sentí durante el proceso

No voy a negar que al principio estaba nerviosa. La idea de que alguien me pinchara la cara o me aplicara aparatos me imponía. Pero poco a poco me fui acostumbrando y, sobre todo, cada pequeño resultado me animaba a seguir. Cada vez que veía un cambio en el espejo, por pequeño que fuera, me sentía más animada a continuar. Era como si recuperara un poco de confianza perdida con los años.

El cambio no era solo físico. Cada vez que veía una mejoría, me crecía la confianza. Empecé a maquillarme un poco más, a arreglarme el pelo con más frecuencia y hasta me animé a cambiar parte de mi ropa de oficina. Notaba que me volvía más sociable, incluso más abierta a conversar con compañeros fuera del trabajo. Sentía que me estaba reconectando con una versión de mí que había dejado en pausa durante demasiado tiempo. Era como si el cuidado estético me estuviera recordando que aún tenía mucho por mostrar, que no estaba acabada ni relegada a un segundo plano, sino lista para una nueva etapa.

 

El día que llegó mi ascenso

Cuando finalmente llegó el día en el que me presentaron como jefa, estaba mucho más tranquila que meses atrás. Había trabajado mi confianza no solo en lo profesional, también en lo personal, y esa preparación se notaba. Entraron los nuevos compañeros y, aunque sí eran jóvenes y con otro estilo, yo me sentía preparada para mostrar autoridad y cercanía. No tenía la necesidad de imponerme, porque ya había hecho el trabajo interno de creer en mí misma.

Lo que más me sorprendió es que nadie reparó en si tenía arrugas o si aparentaba mi edad real. Me miraban y escuchaban con respeto porque yo sabía transmitir seguridad. Y esa seguridad no venía solo de mi experiencia laboral, también del hecho de que me sentía mejor conmigo misma. Los tratamientos no me convirtieron en alguien diferente, pero sí reforzaron una parte que yo tenía debilitada: la confianza. Ese día confirmé que lo más importante no era el aspecto en sí, sino la actitud con la que te presentas ante los demás. Y yo, por primera vez en mucho tiempo, me sentí plenamente capaz de liderar.

 

Lo que aprendí con todo esto

Después de esa etapa, entendí que la clave no estaba en querer parecer veinte años más joven, sino en cuidar de mí misma. Los tratamientos fueron un empujón, pero lo que marcó la diferencia fue la forma en la que empecé a valorar mi aspecto y mi bienestar. No buscaba esconder mi edad, sino mostrarla de una forma más cuidada y orgullosa. Me di cuenta de que muchas veces había descuidado cosas que estaban en mis manos, no por falta de tiempo, sino porque no les daba importancia.

Ahora sigo cuidándome más que antes. He incorporado rutinas básicas de hidratación, alimentación más equilibrada y pequeños gestos diarios que me hacen sentir mejor. Y, sobre todo, ya no me avergüenzo de querer verme bien. Antes pensaba que a cierta edad eso era superficial, pero descubrí que tiene mucho que ver con la autoestima y con el respeto hacia una misma.

Convertirme en jefa no solo cambió mi vida laboral, también me obligó a enfrentarme a mis inseguridades personales. Y aunque al principio fue duro reconocerlas, hoy puedo decir que me siento más joven, más segura y con ganas de seguir creciendo en todos los aspectos. Aprendí que nunca es tarde para empezar a cuidarse, que la edad no es un freno, y que, cuando uno se siente bien consigo mismo, todo lo que hace se vive con más fuerza y entusiasmo.

 

Hoy sé que el cambio más grande no fue el físico, sino el mental

Tengo claro que los tratamientos me ayudaron, pero lo realmente importante fue darme cuenta de que, a mis 54 años, todavía puedo reinventarme.

Ese ascenso fue un antes y un después en mi vida, no porque me haya dado un cargo más alto, sino porque me enseñó a no tener miedo a mostrarme como soy, con mis años y mis logros. Cuidarme me hizo sentir más fuerte y, a la vez, me devolvió una ilusión que había dejado de lado.

Y lo más curioso es que ahora, cuando me preguntan si valió la pena pasar por ese proceso, siempre respondo lo mismo: lo que cambió mi vida no fue el cargo ni los tratamientos por sí solos, sino descubrir que aún puedo seguir escribiendo nuevas etapas, sintiéndome plena y segura de mí misma.

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